Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

DESINTEGRACIÓN DE LAS COMUNIDADES INDÍGENAS EN MORELIA

Sergio García Ávila


Las comunidades indígenas y la doctrina liberal

Durante la primera mitad del siglo XIX se concebía a las comunidades indígenas como una unidad socioeconómica de propiedad común sobre la tierra, y de usufructo particular de la misma con explotación familiar del trabajo. En su interior se distinguen cuatro tipos diferentes de tierra: fondo legal, ejidos, propios y repartimientos. El primero estaba destinado a la construcción de casas y corrales, que pertenecían a cada uno de los individuos; los ejidos no eran otra cosa más que tierras de aprovechamiento general, como los bosques, montes, terrenos pastales, para astilleros y abastecimiento de agua, etcétera; los propios se cultivaban colectivamente y su producto constituía los fondos de las cajas de comunidad que eran empleados en gastos comunes del pueblo, de los que las festividades religiosas absorbían una parte importante. El repartimiento se destinaba al cultivo individual y los recursos obtenidos formaban parte de la economía familiar.[ 1 ]

Como podemos apreciar, tanto en los ejidos como en el repartimiento, los indígenas disponían del usufructo individual, pero la propiedad se reservaba a la comunidad en su conjunto, pues la tierra era transmitida de una generación a otra y cuando existían herederos volvían a manos de las autoridades internas, quienes las repartían a los indios que no las tenían. Además, las tierras del ejido podían aprovecharse para fraccionar nuevos lotes cuando fuera necesario y lo relativo a los arrendamientos era acordado en asambleas comunales, donde nombraban comisionado a uno de sus miembros y se resolvían otros asuntos importantes.[ 2 ]

La economía de las comunidades variaba de un lugar a otro, según los recursos naturales existentes; en la mayor parte de ellas la base fundamental era el cultivo del maíz y en las regiones lacustres y ciénegas se dedicaban a la pesca, la caza y la cría de ganado en pequeña escala. Los trabajos de la industria se reducían a los de tipo artesanal y se vinculaban estrechamente a la satisfacción de necesidades de la propia comunidad; en algunas, la alfarería, consistente en manufacturas de ollas, cazuelas, trastes de barro y tejidos de palma habían alcanzado cierto desarrollo; otras más se especializaron en la curtiduría, fabricación de rebozos, zarapes, redes y objetos de madera.

En todas las actividades se empleaba la fuerza de trabajo familiar, limitándose con ello el desarrollo de sus técnicas e instrumentos productivos, los cuales eran muy rudimentarios; los telares consistían en unos cuantos lazos atados a un árbol y a la cintura del tejedor; la cerámica se trabajaba a mano y las más de las veces en tornos anticuados, quemándose en pequeños hornos o simplemente sobre fogones de leña. El empleo de esa clase de instrumentos hacía que la economía fuera un tanto primitiva y orientada prácticamente al autoconsumo.[ 3 ] Ese tipo de organización económica se contraponía a los programas de modernización nacional y a la doctrina liberal del siglo XIX, que tendían a transformar las unidades agrícolas comunales en pequeñas empresas capitalistas semejantes a las que existían en algunos países de Europa.

La propuesta para repartir las tierras de comunidades indígenas se remonta a la época de la dominación española; durante el reinado de Carlos III se expidió una ley que tuvo como finalidad fomentar la agricultura en España mediante la distribución de la propiedad comunal a los campesinos; estas ideas agrarias tuvieron eco en las colonias españolas de América, ya para finales del siglo XVIII el obispo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, en una representación dirigida al rey, le sugiere, entre otras cosas, que se dividan gratuitamente entre los indios las tierras que les pertenecen en comunidad.[ 4 ] Años más tarde, en 1813, se expide otro decreto donde se ordena a las diputaciones provinciales iniciar el repartimiento. Al parecer todas estas disposiciones no se llevaron a la práctica; sin embargo, fueron un precedente importante que años después se concretaría con la Ley de Reforma de 1856.

Con el triunfo del movimiento de independencia en 1821, nuestros gobernantes se dieron a la tarea de organizar al país bajo un nuevo sistema político, las luchas constantes e ininterrumpidas entre los distintos partidos imprimieron su huella a la historia de México de la primera mitad del siglo XIX. En medio del fragor de la guerra, las ideas desamortizadoras y de reparto de comunidades, lejos de diluirse cobraron auge y fueron la bandera del Partido Liberal. La disolución de las corporaciones civiles y eclesiásticas respondía a la convicción liberal de que representaban un obstáculo para construir la floreciente nación mexicana, que fuera capaz de alcanzar un gran desarrollo económico y competir con las grandes potencias; a los indígenas se les consideraba personas inferiores y débiles, a quienes era preciso proteger, educarlos de acuerdo con las nuevas exigencias de la vida burguesa y capacitarlos mediante la práctica de la responsabilidad que imponía la propiedad individual, cuya ausencia causaba el estado tutelar en que se hallaban. Concretamente, el pensamiento del ideólogo José María Luis Mora expresó la situación de los indígenas:

El indio es tenazmente adicto a sus opiniones, usos y costumbres, jamás se consigue hacerlo variar; y esta inflexible terquedad es un obstáculo insuperable a los progresos que podía hacer.

La agricultura mexicana hará notables progresos cuando salga de manos de los americanos y pase a la de los europeos.[ 5 ]

Al recrudecerse las pugnas por el poder entre liberales y conservadores, el programa desamortizador se orientó más que nada a la afectación de los bienes eclesiásticos, prueba de ello fue que durante la administración de Antonio López de Santa Anna, en 1832, el vicepresidente Valentín Gómez Farías implementó una serie de medidas que constituyeron un ataque frontal a la Iglesia : supresión de los votos monásticos y el pago de diezmos, nacionalización de los fondos piadosos, supresión de la Universidad de México e inauguración de un sistema de escuelas públicas, supervisión gubernamental del culto, etcétera. El descontento ante dicho programa dio lugar a una rebelión conservadora encabezada por el propio Santa Anna, quien disolvió el Congreso y revocó la mayor parte de las leyes emitidas.

Durante la intervención norteamericana, los diferentes gobiernos también utilizaron los recursos eclesiásticos para el sostenimiento de la guerra; sin embargo, fue hasta el año de 1856 cuando el presidente Benito Juárez decidió llevar a cabo una vez más la desamortización, no sólo de las comunidades religiosas sino de todas las corporaciones civiles que anteriormente no habían sido contempladas por los liberales.

Los primeros intentos de reparto en Michoacán

Al consumarse la independencia en Michoacán, el señor don Ramón Huarte, quien se desempeñaba como alcalde primero constitucional de Valladolid, fue designado jefe político superior, instalando inmediatamente la Junta Provisional el 1 de febrero de 1822, institución que tomó las riendas del gobierno michoacano hasta el 6 de abril de 1824, fecha en que quedó instaurada la legislatura estatal. Ese mismo año, de acuerdo con el acta constitutiva de la federación, la provincia de Michoacán pasó a formar parte de los diecisiete estados que integraron la primera república federal. El licenciado Antonio de Castro fue nombrado gobernador del estado y el cargo de vicegobernador recayó en José Trinidad Salgado. Al frente de cada uno de los cuatro departamentos en que se dividió el territorio, se eligió a un prefecto, como autoridad encargada de regular la administración pública, mantener el orden y hacer cumplir las disposiciones del ejecutivo, el Congreso y el Supremo Tribunal de Justicia.[ 6 ]

La gestión de Antonio de Castro tuvo tintes de un gobierno conservador, incluso cuando se desarrolló en Valladolid un movimiento que solicitaba la expulsión de los españoles se negó a cumplir con la orden del Congreso estatal que disponía la salida de los peninsulares del país; unos días más tarde renunció a su cargo y fue sustituido por el vicegobernador José Salgado.

El nuevo jefe del ejecutivo cambió en gran medida la política del estado, siendo más bien un defensor del federalismo y uno de los representantes típicos del grupo yorkino. Este partido, a nivel nacional, estaba integrado por los antiguos usufructuarios del eje comercial ciudad de México-Veracruz, así como de parte de la oligarquía provincial que aún tenía fuertes nexos con este grupo. En el grupo contrario se alineaba la otra parte de la oligarquía provincial que pretendía acabar con el monopolio establecido por los grandes comerciantes que dominaron durante la época virreinal. El fracasado levantamiento militar de Tulancingo, promovido por los escoceses en 1827, propició que los yorkinos buscaran una base de apoyo más amplia en las clases medias de la sociedad, idea que se reafirmó con el advenimiento de las elecciones de 1828, en donde se disputaban la presidencia Vicente Guerrero y Manuel Gómez Pedraza.[ 7 ]

En medio de ese ambiente político, el gobernador José Salgado emitió el reglamento del 15 de febrero de 1828, en donde disponía el reparto de los bienes pertenecientes a las comunidades indígenas, persiguiéndose con ello la creación de pequeños propietarios que formarían una clase media rural que serviría de soporte a las acciones de los federalistas, quienes, a través de las selecciones presidenciales, tendían a afianzarse en el poder del estado, de ahí que con bastante premura en dicho reglamento se concediera un plazo de sesenta días para efectuar el reparto.

En términos generales, los aspectos más importantes del reglamento fueron:

Artículo 1. Todos los miembros mayores de 25 años de las comunidades indígenas, en asamblea general, elegirán una comisión de cinco individuos que se encargarán de llevar a cabo el repartimiento.

Artículo 5. La comisión de acuerdo con el ayuntamiento hará una lista de las tierras que posee el pueblo, incluyéndose las que tiene en arrendamiento.

Artículo 6. Se excluyen del reparto los solares que ya tienen ocupados de manera individual (se refiere al fundo legal).

Artículo 14. Las tierras vendidas, empeñadas, arrendadas, cedidas o enajenadas por la comunidad sin autoridad superior, entrarán al repartimiento.

Artículo 15. Se repartirán las tierras litigiosas y en caso de que se resuelva en favor de la parte contraria, se determinará conforme a derecho.

Artículo 16. Los terrenos se dividirán de acuerdo con el número de familias existentes, pero los terrenos no serán menores de una cuartilla de sembradura de maíz.

Artículo 18. A cada familia se le dará la porción que cómodamente se pueda de las tierras pastales (estas tierras eran las consideradas como ejidos).

Artículo 22. Las familias que estén en posesión de algunas tierras se podrán quedar con ellas en caso de ser igual al haber que les corresponda, pero si excediere devolverán la parte sobrante (se entiende como las tierras del repartimiento).[8]

De acuerdo con el artículo 6, no eran materia de repartimiento las tierras conocidas como fundo legal. Esta disposición es comprensible si se tiene en cuenta que dentro de estos espacios los indígenas poseían sus casas, solares y corrales, mismos que tenían como propiedad individual. El fundo legal era lo que bien podemos llamar como centro urbano o núcleo de población.

Por otro lado, el artículo 22 resolvía lo relacionado con aquellas propiedades rústicas que se hallaban fuera del fundo legal o centro urbano, las cuales pertenecían a cada familia también de manera individual y eran destinadas al cultivo y a la ganadería.

Se entiende que los otros dos tipos de propiedad que eran explotados de manera comunal -ejidos y propios- entrarían a formar parte del repartimiento.

En este reglamento se expresa claramente la idea de los yorkinos en cuanto a las propiedades que integraban las comunidades indígenas y que serían factibles de repartimiento; sin embargo, existían algunos inconvenientes en cuanto a los procedimientos a seguir en la división de las propiedades. Uno de ellos fue que se contemplaba el reparto de tierras de manera familiar y no individual, dicha situación establecería inevitablemente una diferencia notable entre unas familias y otras, pues era obvio que no todas tenían el mismo número de miembros. Relacionado con lo anterior fue que no se consideró tampoco la calidad de las tierras, ya que no todas eran propicias para la explotación agrícola.

El conflicto de mayor envergadura fue el relativo a las propiedades que los comuneros habían concedido en arrendamiento o vendido a personas ajenas a la comunidad sin autorización superior, las cuales, según el artículo 14, se comprenderían en el reparto. Esta disposición era contrapuesta al objetivo planteado por el grupo liberal de crear pequeños agricultores que impulsaran el crecimiento de la economía. En muchos casos fue precisamente este tipo de arrendatarios el que logró desarrollar en gran medida la producción agrícola, contando con recursos económicos suficientes e instrumentos de trabajo adecuados. El simple hecho de trabajar la tierra durante periodos prolongados les estimuló la idea de considerarse con derechos a la propiedad de la tierra.

Si bien es cierto que a cada familia se le daría un testimonio de propiedad autorizado por escribano, se hacía necesario el funcionamiento de un organismo encargado de regular la propiedad, ya que con frecuencia los escribanos recurrían a medios ilícitos para extender este tipo de testimonios a personas extrañas a la comunidad, máxime cuando los indígenas por cuestiones de costumbre no tenían aprecio ni concepción clara de lo que era un título.

Es de llamar la atención el que las tierras de varias comunidades fueran insuficientes como para que todas las familias alcanzaran extensiones amplias y lograran subsistir; en ese sentido estimamos que el reglamento debió adecuarse a las circunstancias de las diferentes comunidades, pues aplicar el reglamento de manera uniforme perjudicaba los intereses de muchas de ellas.

Independientemente de los defectos de que adolecía el reglamento de 1828, sus disposiciones no tuvieron aplicación alguna. El ambiente que vivía el estado imposibilitó las reformas del partido liberal: con el triunfo de Manuel Gómez Pedraza en las elecciones presidenciales, el grupo que apoyó la candidatura de Vicente Guerrero inició una serie de movimientos armados tendientes a derrotar al recién electo presidente; fue así como en la capital del país promovieron el levantamiento de La Acordada y cometieron disturbios en Palacio Nacional, los Portales y el Parián.

En Michoacán estaba latente la posibilidad de una insurrección encabezada por el propio gobernador José Salgado; anticipándose a los acontecimientos, el Congreso local lo suspendió del mando del ejecutivo, pues era del conocimiento público sus simpatías hacia Vicente Guerrero y a los yorkinos. Ante esas circunstancias quedaron suspendidos temporalmente los preceptos del reglamento de 1828. La inestabilidad política perduró en los años subsecuentes, obstaculizando por completo el reparto de bienes comunales y aunque el reglamento no fue derogado, sus disposiciones fueron letra muerta. Hasta el momento no tenemos información acerca de alguna comunidad indígena que se haya desintegrado bajo los lineamientos de esta primera ley; sin embargo, sabemos que muchas de ellas opusieron una gran resistencia en cuanto salió a la luz pública. Por otra parte, algunos miembros de la jerarquía eclesiástica también condenaron el reparto, ya que estimaban que "obligar a una comunidad a repartirse, cuando ella no lo pedía ni le convenía el reparto, era un acto anticonstitucional, un ataque al derecho común de propiedad".[ 9 ]

Si bien es cierto que el reglamento de 1828 no tuvo efectos, significó un precedente importante del proyecto económico de los liberales, el cual volvería a ser retomado años más tarde durante la gubernatura del licenciado Gregorio Ceballos.

Ley de Repartimiento de 1851

En el año de 1846 entró en vigor la segunda república federal, que estuvo regida por la Constitución de 1824 y posteriormente por el Acta de Reformas de 1847. Durante este periodo el grupo de los liberales en Michoacán vuelve a replantear las ideas de Reforma, teniendo como su máximo exponente a don Melchor Ocampo, quien no sólo descolló en el ámbito estatal, sino que fue una figura nacional al lado de Benito Juárez, Santos Degollado, Miguel Lerdo de Tejada y otros personajes de la época.

La reinstauración de la república federal, lejos de significar el establecimiento de un gobierno estable y sólido, se caracterizó por ser un periodo de turbulencias políticas y militares: los movimientos reaccionarios estuvieron a la orden del día y no hay que olvidar que nuestro país se vio envuelto en un conflicto singular con los Estados Unidos de Norteamérica.

Al igual que durante los primeros años del México independiente, el gobierno de Michoacán, en medio de las adversidades políticas y militares, el 13 de diciembre de 1851 se expide un nuevo reglamento para repartir las tierras de las comunidades indígenas. Los artículos más sobresalientes fueron:

Artículo 1. Son propiedades de las comunidades indígenas las fincas rústicas y urbanas compradas por ellas y las adquiridas por cualquier justo y legítimo título que se conozcan con el nombre de comunidad.

Artículo 3. Se repartirán tanto las fincas rústicas como urbanas.

Artículo 4. Los indígenas, presididos por el alcalde 1º de la municipalidad, se reunirán para elegir una comisión de tres individuos para llevar a cabo el reparto.

Artículo 14. Tienen derecho al reparto cada uno de los individuos de la comunidad, cualquiera que sea su edad, sexo y estado. Lo tienen también los que descienden de sólo padre o madre indígenas.

Artículo 16. Las tierras arrendadas entrarán al reparto pero se respetará el contrato de arrendamiento, mientras tanto la renta la percibirá el indígena a quien se haya adjudicado el terreno.

Artículo 20. También se repartirá el numerario que las comunidades tengan en arcas.

Artículo 23. Las tierras litigiosas entre indígenas y particulares no se repartirán mientras no se emita un veredicto favorable a la comunidad.

Artículo 25. Las fincas que se adjudiquen a los indígenas en propiedad individual, no podrán venderlas ni hipotecarlas ni de manera alguna enajenarlas sino hasta después de cuatro años de habérseles dado posesión. Sólo los indígenas mayores de 60 años y sin hijos legítimos las podrán vender.

Artículo 27. Tampoco las venderán ni hipotecarán ni enajenarán a favor de manos muertas ni de propietarios territoriales que tengan más de un criadero de ganado mayor.

Artículo 28. Las ventas que se hicieren en contraposición a lo anterior quedarán sin efecto y los herederos respectivos podrán en todo tiempo reclamarlas.

Artículo 29. Se concede un plazo de un año para efectuar el reparto; el gobierno podrá prorrogarlo por causa justificada.

Artículo 30. Fenecidos los plazos señalados, el gobierno podrá imponer multas hasta de 50 pesos al ciudadano o corporación que hubiere impedido el cumplimiento de la ley.

Artículo 35. No podrán repartirse las tierras y solares que forman las calles, las plazas y los cementerios ni las que estuvieren consagradas a algún objeto público ni los fundos legales y ejidos de los pueblos.[ 10 ]

Es necesario hacer énfasis en los diferentes tipos de propiedad con que contaban las comunidades indígenas, pues de ahí se comprenderá el verdadero sentido de las Leyes de Reforma y los efectos que tuvieron en el régimen de la tenencia de la tierra.

En principio de cuentas, el reglamento adolecía de una contradicción que motivó una serie de controversias entre las comunidades indígenas. En los artículos iniciales se expresa muy claramente que en el reparto se comprenderían todas las fincas rústicas y urbanas; más adelante en el artículo 35 se excluyen al fundo legal y los ejidos.

El hecho de que hasta en los últimos artículos se hable de que el fundo legal no se repartiría hace creer en la convicción que tenían acerca de que al interior de las comunidades los indígenas poseían a manera de título personal sus casas, solares y huertas, y por esa razón estaba de sobra repartir lo que ya se consideraba como propiedad individual.

Si bien es cierto que se pretendían dividir todas las tierras con la finalidad de crear pequeños propietarios, es muy posible que el gobierno tuviera ciertos recelos sobre que los indígenas una vez repartidas sus tierras pudieran subsistir de manera individual, de ahí que en el artículo 35 los montes, aguas y pastos -que se conocían como ejidos- se dejaran para uso común, pudiendo los indígenas encontrar aquí una fuente complementaria a su economía.

Con anterioridad hemos mencionado que los indígenas tenían parcelas de cultivo cuya explotación y aprovechamiento eran familiares, tradicionalmente las ocupaban como propiedad individual. Esta ley de 1851 abarcó el reparto de ese tipo de tierras, con lo cual se creó un serio conflicto, ya que de hecho las tierras se hallaban divididas entre los miembros de la comunidad.

Una de las innovaciones importantes fue que el beneficio del reparto se extendió a cada uno de los individuos de la comunidad cualquiera que fuera su edad, sexo y estado civil. La adjudicación individual favorecía a algunas comunidades, que eran amplias en extensión territorial y pequeñas en población, pero a otras las perjudicó enormemente por no contar con tierras suficientes para cada uno de sus miembros. Atendiendo a esta situación, el gobierno de Michoacán solicitó a todas las comunidades noticias sobre las personas que, por falta de terrenos o la mala calidad, se encontraran sin ocupación, lo anterior con el objeto de facilitarles "aunque con sacrificios los medios de subsistir, dándoles en otros lugares terrenos baldíos que puedan cultivar".[ 11 ]

Por otra parte, notamos cierta ambigüedad en el reglamento, cuando por un lado se eximía del pago de contribuciones durante diez años a los indios que se les adjudicaron terrenos, estimulando con ello a estos nuevos propietarios y cumpliendo así con uno de los objetivos fundamentales de la política liberal; pero al mismo tiempo obstaculizaba el mercado de las tierras, al estipular que las fincas adjudicadas a cada individuo no podían ser vendidas ni hipotecadas ni enajenadas sino hasta después de los cuatro años de posesión.

En el supuesto caso de que mediante este reglamento se crearan esos pequeños agricultores, era preciso impulsar su consolidación por medio del establecimiento de una institución de crédito que apoyara obras de infraestructura o la adquisición de instrumentos de trabajo, y, en fin, todo lo necesario para impulsar el desarrollo de la agricultura estatal.

Es importante señalar que hasta ese momento las leyes expedidas respetaban a las comunidades como corporaciones, no siendo esto un obstáculo para adjudicar las tierras en propiedad privada a sus miembros; posteriormente en el año de 1856, con la Ley Lerdo, de manera definitiva se les quita a las comunidades indígenas el carácter de corporaciones civiles.

A nivel general, podemos decir que los indígenas agrupados en comunidades tuvieron diferentes reacciones de oposición a esta ley de 1851. En algunas regiones ciertas comunidades se sublevaron violentamente en contra de las disposiciones del reparto; otras más permanecieron indiferentes al cumplimiento de los preceptos y en muy pocas se procedió simplemente al reparto de contadas extensiones territoriales, sin apegarse a los lineamientos marcados en la legislación correspondiente. En concreto, podemos decir que, hasta ese momento, ni la ley de 1828 ni la de 1851 habían logrado movilizar la propiedad rústica y urbana de las comunidades indígenas, lo cual no significa que la tenencia de la tierra en su interior haya permanecido intacta.

Desintegración de las comunidades indígenas en Morelia

Para los últimos años de la primera mitad del siglo XIX, las comunidades indígenas que pervivían en lo que hoy es el municipio de Morelia eran: Jesús del Monte, San Miguel del Monte y Santa María de los Altos, situadas en la parte norte de la región. Hasta antes de 1851 estas tres comunidades permanecían integradas en torno a la tenencia de la tierra, cada una de ellas contaba con los cuatro tipos tradicionales de propiedad: fundo legal, repartimientos, ejidos y propios.

Al emitirse el reglamento del 13 de diciembre de 1851, los efectos causados al interior de estas comunidades fueron similares en un principio: no atendieron a las disposiciones, permaneciendo por lo tanto indivisibles sus propiedades. Tampoco tenemos noticias de que se hayan realizado levantamientos o movilizaciones contrarias a dicho reglamento.

En los artículos 29 y 30 se expresa un plazo determinado para concluir con el reparto, pero el gobierno carecía de los medios adecuados para coaccionar a los comuneros a que dividieran sus tierras, por tal motivo transcurrieron cerca de cuatro años sin que se alterara la forma de propiedad. No hay que olvidar que, en estos años, ocupaba de manera interina la gubernatura del estado el licenciado Gregorio Ceballos; aparte las pugnas entre liberales y conservadores se habían recrudecido, la inestabilidad política y militar en Michoacán era latente. Las condiciones prevalecientes influyeron en gran medida para que no se concretara el reparto de bienes comunales en el plazo estipulado.

La radicalización del conflicto entre liberales e Iglesia obligó al gobierno de Ignacio Comonfort a expedir la ley desamortizadora de 1856; este decreto vino a cambiar completamente la situación que hasta el momento guardaban las comunidades indígenas. Nos interesa destacar aquellos artículos que afectaban de manera importante a las corporaciones civiles, dentro de las que se incluían las de indígenas:

Artículo 1. Todas las fincas rústicas y urbanas que hoy tienen o administran como propietarios las corporaciones civiles y eclesiásticas de la república se adjudicarán en propiedad a los que las tienen arrendadas, por el valor correspondiente a la renta que en la actualidad pagan, calculada como rédito al seis por ciento anual.

Artículo 5. Tanto las (fincas) urbanas como las rústicas que no estén arrendadas, a la fecha de la publicación de esta ley se adjudicarán al mejor postor en almoneda que se celebrará ante la primera autoridad política del partido.

Artículo 8. [...] sólo se exceptúan de la enajenación que queda prevenida, los edificios destinados inmediata y directamente al servicio u objeto del instituto de las corporaciones [...][ 12 ]

Por medio de este reglamento cambió radicalmente la situación de las comunidades indígenas, ya que no se trata de repartir los terrenos como lo señalaba la ley de 1851, sino que ordena la adjudicación de las propiedades al arrendatario o en su defecto al mejor postor. En otros términos, las disposiciones de 1856 no significaban solamente la desintegración de la unidad de la tierra que hasta ese momento guardaban, sino que de hecho fue el mecanismo empleado para despojar a los indígenas de sus propiedades e incorporarlos al mercado de la fuerza de trabajo. La aplicación de la ley desamortizadora comprometió seriamente a las autoridades gubernativas del estado, pues estaban seguras que de cumplirse al pie de la letra con los lineamientos marcados se desencadenarían un sinfín de insurrecciones por parte de los indios, grupos étnicos que en algunas zonas de Michoacán aún tenían una presencia importante.

Durante los meses inmediatos a la expedición de la Ley Lerdo, ninguna de las comunidades indígenas de Morelia adjudicó propiedades a los arrendatarios, manteniendo intactos sus terrenos; sin embargo, no tenemos indicios de levantamientos armados por parte de los indígenas, tal y como sucedió en otras partes del estado. La cercanía con la ciudad de Morelia fue determinante para que se mantuvieran apaciguados los ánimos, máxime que el gobernador Gregorio Ceballos propugnaba que la Ley de Desamortización no se aplicara a las comunidades indígenas de Michoacán. Después de varias comunicaciones al gobierno federal, en donde le solicitaba que la ley del 25 de junio de 1856 no tuviera vigencia en las comunidades indígenas, las autoridades de la capital del país contestaron determinantemente en diciembre del mismo año. A través de un amplio oficio le aclaraban al gobernador de Michoacán que el asunto de los terrenos de las comunidades indígenas no quiso resolverse según la ley de reparto del 13 de diciembre de 1851, por tal motivo era preciso cumplir con los reglamentos de 1856. Al mismo tiempo le informaba que sólo en caso de que los arrendatarios renunciaran a su derecho se respetarían las propiedades de los indígenas, pero con la condición de que inmediatamente se precediera al reparto.

A pesar de las presiones del gobierno central, pasaron más de doce meses sin que se adjudicaran las tierras a los arrendatarios ni se llevara a efecto el reparto entre los indios. A fin de cuentas el gobernador de Michoacán impuso la idea de que se aplicara solamente la Ley de Reparto de 1851. Para tal efecto, el 28 de julio de 1857 se le otorgaron facultades extraordinarias para "que promuevan la repartición de los terrenos de comunidades de indígenas, con arreglo a los principios establecidos en la ley de la materia, dispensando las formalidades que están fijadas para dicho reparto en esta ley, y empleando asimismo las que le sean más convenientes".[ 13 ]

La comunidad indígena en Santa María de los Altos fue una de las primeras que cumplió con la división de propiedades. El 13 de abril de 1857 se reunieron con el prefecto de Morelia, noventaiún comuneros, quienes arguyeron que: "habiendo pasado el estado de pupilaje en que se hallaban, quieren disponer libremente de sus propiedades".[ 14 ] Primeramente se marcaron seiscientas varas por cada viento partiendo del centro del pueblo, para considerarse como fundo legal. Aunque en el documento no se menciona con claridad, todo parece indicar que a las familias que tenían sus casas y solares dentro de ese fundo legal les fueron respetadas; de ése solamente se tomaron tierras para aquellos individuos que no las tenían. El mismo procedimiento se siguió con los terrenos de cultivo llamados "repartimiento".

Aunque la ley de 1851 ordenaba también que se dividieran las tierras de los "propios", los comuneros de Santa María de los Altos dejaron catorce solares y unos potreros que servirían para el culto religioso y sostenimiento de una escuela. De la misma forma todos sus ejidos permanecieron indivisos.[ 15 ]

Cabe mencionar que el reparto se hizo de manera individual y no familiar, comprendiéndose a los huérfanos y a los menores de edad. Luego de algunos problemas de organización inicial el proceso del reparto se efectuó sin ningún contratiempo. Al parecer el poco número de comuneros y la amplitud de los terrenos que poseían hicieron posible que la mayor parte de los indígenas quedara satisfecha.

Indiscutiblemente que, a través de este reparto, la comunidad indígena empezó a desintegrarse como tal; sin embargo, todavía para el año de 1872 el Ayuntamiento de Morelia informaba que las tierras se repartieron "con el fin de destruir todos los males de los que se conocen como comunidades indígenas, pero los indígenas siguen viviendo como si existiera la comunidad".[ 16 ]

Luego de varios siglos de vivir bajo el régimen comunal, era imposible que en el curso de algunos años se rompiera con toda una serie de tradiciones y con las formas de propiedad heredadas de una generación a otra. Relacionado con lo anterior fue el hecho de que no se hayan afectado los ejidos y algunas tierras de los "propios", elementos ambos que de alguna manera siguieron dando cohesión a la comunidad.

La desintegración corporativa de los indios de Santa María de los Altos fue lenta pero ineludible, incluso unos años más tarde de efectuado el reparto de una sección de sus tierras, fueron los mismos indígenas quienes exigieron al prefecto de Morelia, don Félix Alva, que se les entregara a cada uno de ellos en propiedad privada las tierras que no fueron repartidas en 1857.[ 17 ] Dentro de éstas se comprendían terrenos ejidales apropiados para el cultivo y unas partes de donde se extraía la piedra de cantera, la cual tenía una demanda de consideración en el mercado, pues no hay que olvidar que Morelia levantaba edificios de ese material.

El motivo por el que se pedía la división de estos terrenos estaba estrechamente relacionado con el surgimiento de una diferenciación de grupos al interior de la población. Los indios solicitantes se quejaban de que dichas tierras las daban en arrendamiento sus autoridades, pero el producto obtenido se destinaba a su aprovechamiento personal, perjudicando con ello a los demás miembros de la comunidad. A pesar de las denuncias, los terrenos permanecieron indivisos y al parecer fue hasta principios del siglo XX cuando se llevó a cabo el reparto total.

La desintegración de la comunidad indígena de Santa María de los Altos se reflejó no solamente en la división de los terrenos, sino en los contratos de compraventa efectuados: varios fueron los indios que durante los años inmediatos al reparto empezaron a desprenderse de sus propiedades; incluso en el año de 1889 María Bruna Varela, Pedro Alvarado, María de Jesús Rosales, María Benita Téllez y otros más pedían se les extendieran copias de los títulos de propiedad con el objeto de poder enajenar los terrenos.[ 18 ] Aunque es hasta cierto punto difícil demostrarlo documentalmente, con toda seguridad esos individuos que se desprendieron de sus propiedades pasaron a formar parte de la fuerza de trabajo libre que se ocupó en las diferentes actividades realizadas al interior del poblado, o en su defecto buscaron fuentes de trabajo en la ciudad de Morelia.

Por otra parte, también es imposible especificar hasta qué punto los indígenas pasaron a formar parte de ese grupo de pequeños agricultores que se proyectaba por medio de las leyes liberales. Lo cierto es que algunos de ellos constituyeron aquella clase media o aquellos pequeños propietarios que se pensaba crear.

El proceso de reparto no fue similar en todas las comunidades de Morelia; varios fueron los factores que influyeron para que adquiriera connotaciones distintas en cada una de ellas. Respecto a la de Jesús del Monte, la división de propiedades se postergó por muchos años en virtud de las pugnas suscitadas entre los dos partidos existentes al interior de la comunidad.

Al expedirse en 1856 la Ley Desamortizadora, al igual que otras comunidades del municipio de Morelia, la de San Miguel del Monte permaneció a la expectativa de las gestiones realizadas por el gobernador de Michoacán para que no tuviera efectos en nuestro estado. A pesar de que al año siguiente se confirmó la aplicación del reglamento del 13 de diciembre de 1851, las condiciones no estaban dadas para dividir los terrenos. Fue hasta el año de 1859 cuando se procedió a integrar la comisión encargada de cumplir con cada uno de los lineamientos señalados; por desgracia las cosas no pasaron de ahí, pues al momento de realizarse los trabajos correspondientes se formó un verdadero tumulto que impidió continuar adelante.[ 19 ]

Al reparto de bienes se oponía un grupo de dirigentes, quienes a decir de algunos indios, poseían más y mejores terrenos, especulando con sumas de dinero impuestas a la comunidad. Estos dirigentes argüían los perjuicios del reparto llegando a destacar que los indios quedarían a merced de los especuladores de tierras y los hacendados colindantes. Esta última afirmación fue muy cierta no sólo para los de Jesús del Monte, sino para las corporaciones comunales en general, pero al mismo tiempo también era verdad la manipulación por parte de los dirigentes. Lo anterior se puso de manifiesto cuando en 1862 accedieron sólo a repartir el feudo legal, propiedades en las que no tenían intereses creados. Además, con bastante insistencia hemos reiterado que dentro del fundo legal los indígenas disfrutaban de propiedad individual, de tal forma que lo de la división era un mero formulismo. Algo muy diferente sucedió al tratarse de los terrenos agrícolas de cultivo en donde las autoridades de la comunidad tenían fincado su negocio, de tal forma que opusieron fuerza legal al reparto de esas propiedades.

En el mismo orden de cosas es muy probable que detrás de todo esto también estuvieran algunas personas ajenas a la comunidad, pero con motivos económicos fuertes para oponerse al reparto. Varios predios pertenecientes a los indios los disfrutaban otras personas: los ranchos El Rebello y Cerro Azul los disfrutaban sin renta alguna el dueño de la hacienda del Rincón; los predios del Campanario, Peñas de San Pedro, El Agua Escondida y La Torrecilla, desde tiempos atrás los explotaban varios vecinos de San Miguel del Monte; los terrenos llamados La Cuadrilla, Cerro de la Mina y Cerro Verde eran trabajados por el rico comerciante de Morelia Juan Hiribarne; los ranchos de Zimpani y Aguas Sueltas los tenía Jesús Espinoza; el predio de La Piedra Ahorcada estaba en manos de la acaudalada familia Rangel de Atécuaro, y finalmente el rancho de Chaqueo estaba también en manos del dueño de la hacienda del Rincón.[ 20 ]

Ante esta perspectiva es importante señalar la dualidad de la ley de 1851. Por una parte, como en este caso, se convertía en un elemento de defensa de los indígenas, ya que en el reparto se podían incluir las tierras que estaban en manos ajenas; pero de manera paralela, al realizarse el reparto, aquellos indígenas que no poseían solvencia económica o que no contaban con los recursos técnicos y la fuerza de trabajo necesaria, con suma facilidad eran presa de los hacendados y propietarios colindantes, vendiéndoles sus terrenos y trabajando como peones en los mismos.

Finalmente, en 1894 dio inicio el reparto de los demás bienes, comenzando por el levantamiento de un censo en el que aparecieron un total de 180 indios agrupados en 45 familias. En la división no se aclaran los criterios que se siguieron, pero a simple vista apreciamos un desequilibrio por completo, pues a unos indígenas se les adjudicaron predios de 1 500 y a otros de 2 500 varas cuadradas de tierras de igual calidad, y hubo a quienes sólo se les entregaron ochocientas varas cuadradas.

Cabe mencionar que los terrenos en su mayoría eran montuosos o de astillero de mala calidad, lo cual dice por sí mismo de los efectos causados por el repartimiento. En ese sentido podemos decir que la división de bienes perjudicó a los indígenas con la supresión de la propiedad comunal, quitándoseles uno de sus principales medios de subsistencia. Aunque no tuvimos oportunidad de revisar los documentos del Archivo de Notarías, es muy posible que los indígenas de Jesús del Monte no se transformaran en esos pequeños propietarios agrícolas al estilo europeo. Queremos insistir en que el simple hecho de ser propietario no garantizaba un futuro promisorio ni el éxito en las actividades agrícolas, aparte era requerimiento entre otros muchos el contar con capitales orientados a la compra de nuevos instrumentos de trabajo o a mejorar la infraestructura; no menos importante era lo relativo a los mercados, pues ya para esta época operaban grandes comerciantes radicados en Morelia que ejercían un control de las mercancías y muchos de los agricultores de la región estaban supeditados a ellos.

Sobre la comunidad de San Miguel del Monte podemos decir que la reacción a la ley del 25 de junio de 1856 fue similar a las anteriores: su rechazo total y aplicación en última instancia del reglamento de 1851. A pesar de ello, en 1892 todavía no se procedía al reparto. En primer término se dice de la creación de dos grupos, uno que apoyaba la división y otro que la obstaculizaba; sin embargo, a diferencia de la comunidad de Jesús del Monte, las contradicciones entre estos dos partidos no eran muy fuertes; asimismo, tampoco podemos hablar del surgimiento de dos grupos sociales, y en este caso la explicación es distinta.

De las comunidades de Morelia, la que nos ocupa es una de las más pobres por la extensión de las tierras, su mala calidad y por la falta de recursos naturales; esta situación contesta en cierta medida por qué es hasta el año de 1893 cuando se inicia el reparto.

En los años siguientes a 1856 los indígenas permanecieron indiferentes a las Leyes de Reforma en general, aunque se expresaron a favor del Reglamento de 1851, durante más de tres décadas no se repartieron las tierras. La precaria situación por la cual atravesaban originó que no le dieran importancia a la cuestión del reparto. En 1893 apenas 10 de los 183 indígenas que constituían la comunidad propusieron al gobernador nombrar la comisión repartidora integrada por Tranquilino Pinales, Mariano Palacios, Roque y Pedro García Téllez.[ 21 ]

La opinión de la mayor parte de los comuneros era que se conservaran las tierras como hasta el momento las venían disfrutando, ya que en caso contrario perderían uno de sus principales sustentos que era el trabajo en comunidad. Los indígenas que se manifestaban en favor del reparto, veían en él una forma de obtener recursos económicos, ya que al dividirse las propiedades podían vender los terrenos adjudicados.

Después de dos años de intercambiar correspondencia entre la comunidad y el gobierno estatal, en 1895 se realizaron los trámites necesarios para efectuar el reparto. Para darnos una idea de la situación precaria de los indios, diremos que la totalidad de sus terrenos se evaluó en 2 222 pesos, y a cada indígenas le correspondió una propiedad valuada en 12 pesos.[ 22 ]

Los problemas del reparto no se hicieron esperar; unos meses después la población de San Miguel del Monte solicitaba al gobierno del estado les condonara la mitad de lo que debían por contribuciones y les concediera un plazo de cuatro meses para cubrir el resto. Como recordaremos, los indígenas agrupados en comunidades estaban exentos de pagar contribuciones. Los habitantes del poblado volvieron a insistir para que les condonaran el pago de contribuciones, por tal motivo expusieron que sus tierras eran montuosas: "en ciertas partes hay pinos tiernos que no podemos cortar por ley, sólo convertimos en carbón las pocas matas de encino; en tres días logramos una carga de carbón; lo que produce 18 centavos diarios para 5 ó 6 de familia".[ 23 ]

Es muy probable que en esta comunidad no se hayan creado pequeños agricultores, más que nada por la mala calidad de las tierras; incluso no hay noticias de que los propietarios colindantes estuvieran interesados en las tierras de la comunidad.

[ 1 ] Sergio García Ávila, "La explotación indígena en la época colonial", La Voz de Michoacán, Morelia, año XXXIX, n. 12 195, 20 de enero de 1987, p. 13.

[ 2 ] Heriberto Moreno, "Un documento sobre las comunidades indígenas del distrito de Zamora durante el Segundo Imperio", en Pedro Carrasco et al., La sociedad indígena en el centro y occidente de México, Morelia, El Colegio de Michoacán, 1987, p. 226.

[ 3 ] Lucio Mendieta y Núñez, La economía del indio, México, Secretaría de Educación Pública, 1938, p. 27.

[ 4 ] Manuel Abad y Queipo, "La población novohispana en 1799", en Álvaro Matute, México en el siglo XIX. Antología de fuentes e interpretaciones históricas, 3a. ed., México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1981p. 61.

[ 5 ] José María Luis Mora, "México y sus revoluciones", en Andrés Lira, Espejo de discordias, México, Secretaría de Educación Pública, 1984, p. 75 y 79.

[ 6 ] Gerardo Sánchez Díaz, "Los vaivenes del proyecto republicano, 1824- 1855", en Historia general de Michoacán, México, Gobierno del Estado de Michoacán, 1989, t. III, p. 3.

[ 7 ] Carlos San Juan Victoria y Salvador Velázquez Ramírez, "La formación del Estado y las políticas económicas, 1821- 1880", en Ciro Cardoso, México en el siglo XIX, 1821-1910. Historia económica y de la estructura social, México, Nueva Imagen, 1980, p. 71.

[ 8 ] Amador Coromina, Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el estado de Michoacán, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1886, t. III, p. 29-39.

[ 9 ] Gerardo Sánchez Díaz, "Los vaivenes del proyecto republicano, 1824- 1855", en Historia general de Michoacán, México, Gobierno del Estado de Michoacán, 1989, t. III, p. 5.

[ 10 ] Amador Coromina, Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el estado de Michoacán, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1886, t. III, p. 111.

[ 11 ] Amador Coromina, Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el estado de Michoacán, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1886, t. XVII, p. 206.

[ 12 ] Jesús Silva Herzog, De la historia de México, 1810-1938. Documentos fundamentales, ensayos y opiniones, México, Siglo XXI, 1980, p. 71.

[ 13 ] Amador Coromina, Recopilación de Leyes, Decretos, Reglamentos y Circulares expedidas en el estado de Michoacán, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán, 1886, t. XIV, p. 5.

[ 14 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 12, 13 de abril de 1857.

[ 15 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 12, 13 de abril de 1857.

[ 16 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 12, 9 de abril de 1872.

[ 17 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 12, 8 de septiembre de 1871.

[ 18 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 12, 8 de agosto de 1889.

[ 19 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 18, 27 de noviembre de 1893.

[ 20 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 24, 19 de noviembre de 1902.

[ 21 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 18, 9 de noviembre de 1893.

[ 22 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 18, 14 de enero de 1895.

[ 23 ] Archivo del Poder Ejecutivo de Morelia, Libro de Hijuelas del Distrito de Morelia, n. 18, 15 de marzo de 1895.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México. Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 15, 1992, p. 47-64.

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